Comentario
Desde el final del Imperio Medio Asirio nuestra información es escasa para la reconstrucción de los acontecimientos y la causa es la instalación del nuevo grupo étnico al que ya hemos aludido, los arameos. Las devastaciones que producen se prolongan a lo largo de los siglos XI y X, provocando una profunda crisis demográfica, cultural y política, ya que durante ese período los monarcas tienen un escaso poder. Desde comienzos del siglo IX, la integración de las nuevas poblaciones es total, pero no se han restaurado los viejos sistemas productivos, por lo que se genera una nueva etapa expansionista, basada en la reorganización del aparato militar, que actúa en sistemáticas campañas militares anuales pormenorizadamente descritas en los Anales, motivada esencialmente por la necesidad de controlar las rutas que abastecen a Asiria de los productos que no se dan en su propio suelo. Pero la circunstancia que posibilita la expansión es el cambio cultural de los arameos, que han dejado de ser nómadas y se convierten en poblaciones sedentarias dispersas e insolidarias, por lo que pueden ser sometidas con facilidad.
El fundamento del poder asirio será, pues, el ejército, que acapara la mayor atención y esfuerzo por parte del poder central. El ejército va a ser fuente de inspiración artística, como efecto buscado por la propaganda imperial, cuya política de terror debería provocar la sumisión sin réplica por parte de los Estados vencidos. La opresión es una forma de gobierno característica de los débiles y, por paradójico que parezca, la debilidad del Imperio Nuevo
Asirio radicaba en la propia manera de incorporación de territorios que conquistaba. Se trataba de una nueva modalidad de imperialismo, por tanto no ensayado, que requería una ideología terrorífica para justificar su propia esencia y conservar cuanto había sido conseguido. Pero, al mismo tiempo, por novedoso era creativo y así, su carácter de imperio en formación se refleja en la fundación, por cada nuevo monarca, de una nueva capital. De ahí que la actividad constructora del Nuevo Imperio Asirio sea tan rica. Assurnasirpal II establece su capital en Calah (Kalkhu, actual Nimrud). Sargón II mandó construir Dur-Sharrukin en Jorsabad, en cuyo interior había varios palacios y un zigurat. A su vez, Senaquerib decidió trasladar la capital a Nínive, con todo el sentido simbólico que ello tiene.
Por otra parte, parece claro que los monarcas del nuevo imperio tienen conciencia de estar restaurando una obra añeja, pues difícilmente se podría entender que lleven nombres, hasta la época sargónida, tomados de los monarcas mesoasirios. Precisamente en esa idea de restauración se contenía el germen que justificaba la reconquista de territorios otrora propios. Así, desde mediados del siglo X y a lo largo de un siglo, los monarcas asirios van recuperando su territorio nacional, segmentado por las casas dinásticas arameas. Assurdan II (934-912) será el inaugurador de esta política, heredada por Adadninari II (911-891), el cual dejará abiertos los tres frentes tradicionales de la política militar asiria, orientados al control de la Baja Mesopotamia, destino infructuoso dado el equilibrio entre ambas potencias; la sumisión de Mesopotamia septentrional, donde se enseñoreaban los arameos impidiendo la fluidez del tráfico comercial hacia Asiria y, en tercer lugar, la garantía del abastecimiento de bienes procedentes de la Anatolia oriental, esencialmente caballos y madera para la construcción, imprescindibles para el correcto funcionamiento del ejército y de la capacidad de exhibición pública de la potencia imperial. Su sucesor, Tukultininurta II (890-884), mantendrá esos mismos frentes. Y ya el heredero Assurnasirpal II (883-859) dará los primeros escarceos fuera de los límites territoriales del Imperio Medio Asirio, restableciendo el comercio con el norte de Siria y, sobre todo, con las ciudades fenicias, que se convertirán a la larga en uno de los objetivos del expansionismo neoasirio.
Con Assurnasirpal se había llegado al límite histórico de crecimiento, por ello, Salmanasar III (858-824) se ve obligado a cambiar drásticamente de actitud. En principio dedica su atención a la frontera septentrional, donde entra en conflicto con el reino de Urartu; sus victoriosas campañas le proporcionan metales y caballos. Más adelante se orienta hacia el norte de Siria, donde encuentra como víctimas a los estados arameos y neohititas. El objetivo aquí es hacerse con los productos comerciales, pero no mediante los mecanismos tradicionales de intercambio -garantizados, incluso si se da el caso, con medios militares-, sino a través de la apropiación directa como tributos de guerra; de esta manera se transforman radicalmente las pautas de conducta interestatal que habían caracterizado las relaciones durante el II Milenio. Esta nueva modalidad tributaria se va a convertir en la principal fuente de ingresos para el Estado y, en consecuencia, va a determinar la política militar y territorial de sus sucesores. Desde un punto de vista más amplio supone la máxima expresión de la capacidad del Estado para arrebatar el producto del trabajo ajeno: ha nacido una nueva forma de imperialismo que culminará con el imperialismo territorial bajo Tiglatpileser III. Pero el problema que emerge como consecuencia es el de la administración del nuevo Estado; la mayor parte de los reinos conquistados mantiene una autonomía nominal, pero la Asiria interior queda dividida en circunscripciones dirigidas por funcionarios designados por el rey, que adquieren una gran autonomía y ésta, a su vez, repercute en una crisis organizativa. El propio poder central se resiente por el esfuerzo y a la muerte de Salmanasar III se produce un conflicto sucesorio con las consabidas intrigas familiares y de palacio, agravada por la insurrección de muchos de los pueblos sometidos.
El restablecimiento de la autoridad central del monarca será tarea de Shamshiadad V (823-811). Ya no habrá grandes alteraciones en la política de los siguientes monarcas hasta que acceda al trono, en circunstancias agitadas, Tiglatpileser III (744-727). Pero con este rey se producen inmediatos cambios políticos. En primer lugar, acaba con la estructura política fundamentada tradicionalmente en su control por unas pocas familias aristocráticas, que ocasionaban conflictos en función de sus apoyos al monarca. Como alternativa, consolida una monarquía despótica basada en un fiel funcionariado, que florece así como estamento social privilegiado. En segundo lugar, cambia la política imperialista basada en la percepción de tributos por la anexión territorial de los estados sometidos, especialmente en la zona de Siria. Para ello se ve obligado a transformar profundamente el ejército potenciando los contingentes de caballería. Las campañas contra Media y Urartu, zonas proveedoras de caballos, se explican, pues, por las renovadas necesidades militares. La nueva relación del Estado central con las áreas periféricas, facilita la transmisión de la corona, pues el antiguo sistema prácticamente obligaba a la contestación de la autoridad central por parte de los dinastas locales cada vez que se producía la muerte de un monarca. La integración de los territorios conquistados como provincias del Imperio mitigaba considerablemente las fuerzas centrífugas, aunque al mismo tiempo introducía nuevos elementos que dinamizan las contradicciones internas del sistema. Entre ellos destaca, naturalmente, la política de deportaciones, que tiene como finalidad la disminución de la capacidad de acción nacionalista a través de la interrupción de los lazos sociales entre los grupos dominantes y sus sectores clientelares. Por otra parte, esta política contribuye a una eficaz explotación de la tierra, pues permite buscar el mayor equilibrio entre volumen demográfico y capacidad productiva del suelo. Sin embargo, la contrapartida no es desestimable por el malestar social que generan los desplazamientos masivos y obligados.
Por otra parte, las relaciones con Babilonia habían sido tradicionalmente hostiles y permanente la intervención en los asuntos internos. El propio Shamshiadad V había tomado Babilonia pero habitualmente los monarcas asirios se conformaban con instalar un rey que les fuera favorable. Siguiendo su política de imperialismo territorial, Tiglatpileser III se hace nombrar rey de Babilonia en 723, con el nombre de Pulu. La contestación interna fue tremenda, pero la unidad de los dos reinos bajo un solo monarca se prolongará hasta el reinado de Salmanasar V (726-722), cuya campaña mas destacada será la toma de Samarra, indicando así la necesidad de control del territorio palestino para garantizar todo el flujo comercial del Próximo Oriente hacia Asiria. Son los primeros síntomas del contacto inevitable con Egipto, para cortar el circuito económico próximo oriental, que culminará con su anexión. No obstante, los recursos del estado parecen debilitarse, según se desprende de la derogación de la exención tributaria de las ciudades santas. Tal vez por ello fuera asesinado.
Un usurpador será el heredero. Se trata de Sargón II (721-705), uno de los más tremendos monarcas neoasirios, con el que se recrudece la actividad militar, pues amplias zonas habían aprovechado la crisis sucesoria. Siria, el Zagros y Urartu son sus principales focos de atención. La victoria en 714 sobre Rusa de Urartu marcará el definitivo declive del reino anatolio. Después le siguen innúmeras campañas por Siria y Palestina, con las que se pretende la culminación imaginaria del Imperio Universal, en un proceso de emulación de su homónimo acadio.
A continuación, tres monarcas, Senaquerib (704-681), Asarhadón (680-669) y Assurbanipal (668-629) ocupan el trono continuando la obra de su predecesor, síntoma de la solidez del imperio legado por Sargón II. Del reinado de Senaquerib destaca la toma de Babilonia (690) tras un prolongado enfrentamiento. La ciudad es arrasada, lo que dejará un histórico resentimiento antiasirio en Babilonia. A su muerte se desata una guerra civil, en la que se impone Asarhadón, el primer monarca que toma el Delta del Nilo, pero su empresa es inútil. Su sucesor llega incluso a tomar Menfis y, casi en el extremo opuesto conocido, Susa. De este modo, el Imperio Neoasirio alcanza a su máxima expansión. Pero no sólo desde el punto de vista territorial, sino también en otros ámbitos. Nunca antes Asiria había tenido un volumen demográfico similar, pero es cierto que la distribución de la población era muy irregular. Las ciudades contenían el porcentaje más amplio, con los problemas de abastecimiento que ello acarreaba. El campo estaba desigualmente habitado y ya entonces había triunfado el sistema de explotación basado en campesinos dependientes, esclavos o semilibres, frente a las comunidades de aldea compuestas por ciudadanos libres. Evidentemente, la clase social propietaria había impuesto el sistema productivo que le resultaba más favorable; el aparato del Estado estaba al servicio de ese orden de cosas, al tiempo que la ideología dominante se imponía como supraestructura destinada a su justificación y pervivencia.
La incapacidad asiria de incorporar Egipto podría ser considerada como testimonio de los problemas internos de carácter estructural. Pero el hecho cierto es que poco después de la muerte de Assurbanipal este imperio se desmorona súbitamente. Podemos intuir que los desequilibrios estructurales constituyen la causa profunda, pero no podemos articular los procesos ni sus razones. La independencia de Babilonia, alcanzada con Nabopolasar, debió de preocupar tanto en la corte faraónica que ésta decide cambiar su juego de alianzas y comienza a apoyar a Asiria, por ser en aquellas circunstancias el rival más débil. Sin embargo, Babilonia busca un aliado en Ciaxares de Media, reino que hasta entonces se había visto sometido a tributo por Asiria. Egipto controla directamente todo el corredor siriopalestinto, la renaciente Babilonia ha reducido por el sur los dominios asirios a su territorio nacional y, finalmente, Media le arrebata las tierras del noreste. Parece obvio que la eliminación de los reinos vecinos, estructurados como formaciones estatales similares al propio reino asirio, somete las fronteras del Imperio a los peligros de nuevas poblaciones que no conocen, ni respetará las reglas seculares que habían regido las relaciones internacionales en el Próximo Oriente.
La suerte estaba echada para Asiria, pues Ciaxares continúa su avance y en 614 toma la ciudad de Assur; dos anos después y tras un largo asedio cae Nínive, la capital. El último monarca asirio, Assurubalit II, accede al trono en pleno colapso en Kharran; pero ya ni el apoyo egipcio consigue que se nos esfume hacia el año 610. De este modo el reino asirio deja de existir y las potencias vencedoras, Media y Babilonia, se reparten sus antiguas posesiones. Ningún texto lamenta la suerte de Asiria.